jueves, 31 de octubre de 2013
Studio Ghibli
jueves, 24 de octubre de 2013
Tres poemas.
Primero un poco de historia.
Esta nanas, las escribió Miguel estando en la cárcel, cuando se terminó la guerra civil y apresaron a los republicanos. Su esposa le escribió una carta diciéndole que no tenía para comer más que pan y cebolla y que no podía amamantar a su hijo, que entonces era un bebé. Miguel, que se deprimió mucho al saberlo, escribió las nanas de la cebolla para ella y para el niño y después se las envió junto con esta carta:
"Estos días me los he pasado cavilando sobre tu situación, cada día más difícil. El olor de la cebolla que comes me llega hasta aquí, y mi niño se sentirá indignado de mamar y sacar zumo de cebolla en vez de leche. Para que lo consueles, te mando esas coplillas que le he hecho, ya que aquí no hay para mí otro quehacer que escribiros a vosotros o desesperarme..."
Nanas de la cebolla
Miguel Hernández
La cebolla es escarcha
cerrada y pobre:
escarcha de tus días
y de mis noches.
Hambre y cebolla:
hielo negro y escarcha
grande y redonda.
En la cuna del hambre
mi niño estaba.
Con sangre de cebolla
se amamantaba.
Pero tu sangre,
escarchada de azúcar,
cebolla y hambre.
Una mujer morena,
resuelta en luna,
se derrama hilo a hilo
sobre la cuna.
Ríete, niño,
que te tragas la luna
cuando es preciso.
Alondra de mi casa,
ríete mucho.
Es tu risa en los ojos
la luz del mundo.
Ríete tanto
que en el alma al oírte,
bata el espacio.
Tu risa me hace libre,
me pone alas.
Soledades me quita,
cárcel me arranca.
Boca que vuela,
corazón que en tus labios
relampaguea.
Es tu risa la espada
más victoriosa.
Vencedor de las flores
y las alondras.
Rival del sol.
Porvenir de mis huesos
y de mi amor.
La carne aleteante,
súbito el párpado,
el vivir como nunca
coloreado.
¡Cuánto jilguero
se remonta, aletea,
desde tu cuerpo!
Desperté de ser niño.
Nunca despiertes.
Triste llevo la boca.
Ríete siempre.
Siempre en la cuna,
defendiendo la risa
pluma por pluma.
Ser de vuelo tan alto,
tan extendido,
que tu carne parece
cielo cernido.
¡Si yo pudiera
remontarme al origen
de tu carrera!
Al octavo mes ríes
con cinco azahares.
Con cinco diminutas
ferocidades.
Con cinco dientes
como cinco jazmines
adolescentes.
Frontera de los besos
serán mañana,
cuando en la dentadura
sientas un arma.
Sientas un fuego
correr dientes abajo
buscando el centro.
Vuela niño en la doble
luna del pecho.
Él, triste de cebolla.
Tú, satisfecho.
No te derrumbes.
No sepas lo que pasa
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La caída de las hojas
Fernando Celada
Cayó como una rosa en mar revuelto…
y desde entonces a llevar no he vuelto
a su sepulcro lágrimas ni amores.
Es que el ingrato corazón olvida,
cuando está en los deleites de la vida,
que los sepulcros necesitan flores.
Murió aquella mujer con la dulzura
de un lirio deshojándose en la albura
del manto de una virgen solitaria;
su pasión fue más honda que el misterio,
vivió como una nota de salterio,
murió como una enferma pasionaria.
Espera, – me decía suplicante -
todavía el desengaño está distante…
no me dejes recuerdos ni congojas;
aún podemos amar con mucho fuego;
no te apartes de mí, yo te lo ruego;
espera la caída de las hojas…
Espera la llegada de las brumas,
cuando caigan las hojas y las plumas
en los arroyos de aguas entumidas,
cuando no haya en el bosque enredaderas
y noviembre deshoje las postreras
rosas fragantes al amor nacidas.
Hoy no te vayas, alejarte fuera
no acabar de vivir la primavera
de nuestro amor, que se consume y arde;
todavía no hay caléndulas marchitas
y para que me llores necesitas
esperar la llegada de la tarde.
entonces, desplomando tu cabeza
en mi pecho, que es nido de tristeza,
me dirás lo que en sueños me decías,
pondrás tus labios en mi rostro enjuto
y anudarás con un listón de luto
mis manos cadavéricas y frías.
¡No te vayas, por Dios…! Hay muchos nidos
y rompen los claveles encendidos
con un beso sus vírgenes corolas;
todavía tiene el alma arrobamientos
y se pueden juntar dos pensamientos
como se pueden confundir dos olas.
Deja que nuestras almas soñadoras,
con el recuerdo de perdidas horas,
cierren y entibien sus alitas pálidas,
y que se rompa nuestro amor en besos,
cual se rompe en los árboles espesos,
en abril, un torrente de crisálidas.
¿No ves como el amor late y anida
en todas las arterias de la vida
que se me escapa ya?… Te quiero tanto,
que esta pasión que mi tristeza cubre,
me llevará como una flor de octubre
a dormir para siempre al camposanto.
¡Me da pena morir siendo tan joven,
porque me causa celo que me roben
este cariño que la muerte trunca!
Y me presagia el corazón enfermo
que si en la noche del sepulcro duermo,
no he de volver a contemplarte nunca.
¡Nunca!… ¡Jamás!… En mi postrer regazo
no escucharé ya el eco de tu paso,
ni el eco de tu voz… ¡Secreto eterno!
Si dura mi pasión tras de la muerte
y ya no puedo cariñosa verte ,
me voy a condenar en un infierno.
¡Ay, tanto amor para tan breve instante!
¿Por qué la vida, cuanto más amante
es más fugaz? ¿Por qué nos brinda flores,
flores que se marchitan sin tardanza,
al reflejo del sol de la esperanza
que nunca deja de verter fulgores?
¡No te alejes de mí, que estoy enferma!
Erpérame un instante… cuando duerma,
cuando ya no contemples mis congojas…
¡perdona si con lágrimas te aflijo!…
-Y cerrando sus párpados, me dijo:
¡espera la caída de las hojas!
¡Ha mucho tiempo el corazón cobarde
la olvidó para siempre! Ya no arde
aquel amor de los lejanos días…
Pero ¡ay! a veces al soñarla, siento
que estremecen mi ser calenturiento
sus manos cadavéricas y frías…!
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El Seminarista de los ojos negros
Miguel Ramos Carrera
Desde la ventana de un casucho viejo
abierta en verano, cerrada en invierno
por vidrios verdosos y plomos espesos,
una salmantina de rubio cabello
y ojos que parecen pedazos de cielo,
mientas la costura mezcla con el rezo,
ve todas las tardes pasar en silencio
los seminaristas que van de paseo.
Baja la cabeza, sin erguir el cuerpo,
marchan en dos filas pausados y austeros,
sin más nota alegre sobre el traje negro
que la beca roja que ciñe su cuello,
y que por la espalda casi roza el suelo.
Un seminarista, entre todos ellos,
marcha siempre erguido, con aire resuelto.
La negra sotana dibuja su cuerpo
gallardo y airoso, flexible y esbelto.
Él, solo a hurtadillas y con el recelo
de que sus miradas observen los clérigos,
desde que en la calle vislumbra a lo lejos
a la salmantina de rubio cabello
la mira muy fijo, con mirar intenso.
Y siempre que pasa le deja el recuerdo
de aquella mirada de sus ojos negros.
Monótono y tardo va pasando el tiempo
y muere el estío y el otoño luego,
y vienen las tardes plomizas de invierno.
Desde la ventana del casucho viejo
siempre sola y triste; rezando y cosiendo
una salmantina de rubio cabello
ve todas las tardes pasar en silencio
los seminaristas que van de paseo.
Pero no ve a todos: ve solo a uno de ellos,
su seminarista de los ojos negros;
cada vez que pasa gallardo y esbelto,
observa la niña que pide aquel cuerpo
marciales arreos.
Cuando en ella fija sus ojos abiertos
con vivas y audaces miradas de fuego,
parece decirla: —¡Te quiero!, ¡te quiero!,
¡Yo no he de ser cura, yo no puedo serlo!
¡Si yo no soy tuyo, me muero, me muero!
A la niña entonces se le oprime el pecho,
la labor suspende y olvida los rezos,
y ya vive sólo en su pensamiento
el seminarista de los ojos negros.
En una lluviosa mañana de inverno
la niña que alegre saltaba del lecho,
oyó tristes cánticos y fúnebres rezos;
por la angosta calle pasaba un entierro.
Un seminarista sin duda era el muerto;
pues, cuatro, llevaban en hombros el féretro,
con la beca roja por cima cubierto,
y sobre la beca, el bonete negro.
Con sus voces roncas cantaban los clérigos
los seminaristas iban en silencio
siempre en dos filas hacia el cementerio
como por las tardes al ir de paseo.
La niña angustiada miraba el cortejo
los conoce a todos a fuerza de verlos...
tan sólo, tan sólo faltaba entre ellos...
el seminarista de los ojos negros.
Corriendo los años, pasó mucho tiempo...
y allá en la ventana del casucho viejo,
una pobre anciana de blancos cabellos,
con la tez rugosa y encorvado el cuerpo,
mientras la costura mezcla con el rezo,
ve todas las tardes pasar en silencio
los seminaristas que van de paseo.
La labor suspende, los mira, y al verlos
sus ojos azules ya tristes y muertos
vierten silenciosas lágrimas de hielo.
Sola, vieja y triste, aún guarda el recuerdo
del seminarista de los ojos negros...
martes, 22 de octubre de 2013
Epitafios
Hay personas que se van de este mundo dejando la singular marca de su sentido del humor a través de originales epitafios.
El epitafio es un texto que recuerda al muerto. Muchos destacan por su irreverente manera de despedirse de la vida a través de frases memorables y otros porque están escritos con tal refinamiento literario que los convierte en un verdadero subgénero digno de decenas de estudios y análisis.
Hay personas que se van de este mundo dejando la singular marca de su sentido del humor a través de originales epitafios en los que aparecen desde reproches procedentes desde el más allá a los parientes cercanos hasta pedidos de disculpas por las acciones que no pudieron realizar; algunos difuntos, más rebeldes, manifiestan que se fueron descontentos al otro barrio y no dudan en gritarlo a voces desde sus tumbas, y otros, redactados por los deudos, que confiesan con descaro el alivio que sienten algunos parientes cuando un “ser querido” pasa a mejor vida
Genio y figura hasta la sepultura
“Aquí yace Molière, el rey de los actores. En estos momentos hace de muerto y de verdad que lo hace bien”. Epitafio de Molière.
“Lo hizo a la manera difícil”. Epitafio de Bette Davis.
“Feo, fuerte y formal”. Epitafio de John Wayne.
“Llame fuerte, como para despertar a un muerto”. Epitafio de Jean Eustache (escrito en la puerta de la habitación del hotel en la que se pegó un tiro).
“Perdonen que no me levante”. Epitafio de Groucho Marx (lo pensó pero no fue colocado).
“RIP, RIP, ¡HURRA!”. Epitafio que Groucho Marx pensó para su suegra.
“Say no more”. Epitafio de Eric Idle (miembro de los Monty Python).
“Que baje el telón, la farsa terminó”. Epitafio de Rabelais.
“The End”. Epitafio de Buster Keaton.
“Si queréis los mayores elogios, moríos”. Epitafio de Enrique Jardiel Poncela.
“Ya decía yo que ese médico no valía mucho”. Epitafio de Miguel Mihura.
“Lo he intentado”. Epitafio de Willy Brandt.
“Murió vivo”. Epitafio de Antonio Gala.
“Eso es todo amigos”. Epitafio de Mel Blanc, actor que le daba voz al personaje de Porky, al famoso dibujo animado.
“Volveré y seré millones”. Epitafio de Tupak Katari, líder que fue descuartizado.
“Pierda peso. Pregúnteme cómo”. Epitafio de Miguel Collantes.
“Si no viví más, fue por que no me dio tiempo”. Epitafio del Marqués de Sade.
“Esto es lo que le pasa a los chicos malos”. Epitafio de Alfred Hitchcock (lo pensó pero no fue colocado).
“Desapareció en combate, apareció aquí”. Epitafio del coronel Francis Chartres.
“Nos acordaremos de este planeta”. Epitafio de Leonardo Sciascia.
“Yace aquí, en alguna parte”. Epitafio de Werner Heisenberg.
“Parece que se ha ido, pero no se ha ido”. Epitafio de Cantinflas.
“Sólo le pido a Dios que tenga piedad con el alma de este ateo”. Epitafio de Miguel de Unamuno.
“Aquí sigue descansando el que nunca trabajó”. Epitafio de P. Melich.
“Aquí descansa un cierto pintor, quien, en las obras que hizo, jamás pudo dejar satisfecho a sí mismo”. Epitafio de Giotto.
“Desde aquí no se me ocurre ninguna fuga”. Epitafio de Johann Sebastian Bach.
“No es que yo fuera superior, es que los demás eran inferiores”. Epitafio de Orson Welles.
“Soy escritor, pero nadie es perfecto”. Epitafio de Billy Wilder.
“Estuve borracho muchos años, después me morí”. Epitafio de Francis Scott Fitzgerald.
“Al morir échenme a los lobos. Ya estoy acostumbrado”. Epitafio de Diógenes.
“Estoy listo para encontrarme con mi creador. Si mi creador está listo para encontrarse conmigo es otra cosa”. Epitafio de Winston Churchill.
“Perdonen por mi polvo”. Epitafio de Dorothy Parker.
“Espero que Cristo cumpla su palabra”. Epitafio de Miguel Delibes.
“He representado bien mi papel. Despedidme pues de la escena, amigos, con vuestros aplausos”. Epitafio de Cayo Julio César Octaviano Augusto.
“Ningún amigo me ha hecho favores, ningún enemigo me ha inferido ofensa que yo no haya devuelto con creces”. Epitafio de Lucio Cornelio Sila.
“¡Qué artista muere conmigo!”. Epitafio de Nerón.
“Aquí yace uno que fue devotamente fiel del arte y del honor. No fue gran cosa en vida y ahora no es absolutamente nada”. Epitafio de Castelli.
“Aquí, Leopoldo Fregoli llevó a cabo su última transformación”. Epitafio del célebre transformista Leopoldo Fregoli.
“Aquí yace el pensador mexicano que hizo lo que pudo por su patria”. Epitafio de José Joaquín Fernández de Lizardi.
“Asesinado por un cobarde y traidor cuyo nombre no merece figurar aquí”. Epitafio de Jesse James.
“En realidad, no estoy aquí”. Epitafio de Jaime Cerón.
“Por lo demás, los que mueren son siempre los demás”. Epitafio de Marcel Duchamp.
“Amigos míos, pensad que duermo”. Epitafio de Geoffrey Madan.
“Os dije que estaba enfermo”.Epitafio de Spike Milligan.
“Quien resiste gana”. Epitafio de Camilo José Cela.
“Si alguien va a mi funeral con una cara larga, nunca le hablaré de nuevo”. Epitafio de Stan Laurel.
“No sé qué hago aquí”. Epitafio de Fernando Lleras de la Fuente.
“Dejen el mundo mejor de como lo encontraron”. Epitafio de Lord Robert Baden-Powell.
Calaveras y diablitos
“Cuando naciste reían todos y sólo tú gemías, procura que al morir sean todos los que lloren y sólo tú el que rías”. Epitafio de una tumba en el cementerio de la Almudena de Madrid.
“Aquí descansa Pancrazio Juvenales (1969 - 1993). Buen esposo, buen padre, mal electricista casero”.
“Gustava Gumersinda Gutiérrez Guzmán (1934 – 1989). Recuerdo de todos tus hijos (menos Ricardo que no dio nada)”.
“Aquí descansa mi querida esposa Brujilda Jalamonte (1973 – 1997). Señor recíbela con la misma alegría con que yo te la mando”.
“Aquí yace mi mujer, fría como siempre”.
“Hoy se me acabó el mañana”.
“Para no decir como siempre "Aquí yace", está de pie y duerme en paz” (según la historia, este difunto pidió que su ataúd se enterrara horizontal).
“Perdí una apuesta con la muerte y yo siempre pago”.
“Aquí yace un estudiante de pluma, letra y labio, que vivió para ser sabio y al final murió ignorante”. Epitafio en una tumba del cementerio de Granada, España.
“Aquí yace uno en contra de su voluntad”.
“Familia de Francisco Pujol y Mercé. Aquí descansa el cadáver de su madre María Pujol y Mercé, viuda, natural de Olot; falleció el 3 de abril de 1830, de edad 82 años, 7 meses y 19 días. Habiendo dejado de su único matrimonio: VIVOS: 5 hijos; 42 nietos y 46 biznietos. Total: 93. MUERTOS: 8 hijos; 32 nietos; 43 biznietos. Total: 83. TOTAL: 176”.
“Aquí yace Ezekial Aikle, muerto a la edad de 102 años. Los buenos mueren jóvenes”. Epitafio en una tumba del cementerio de East Dalhousie, Nueva Escocia.
“Estoy muerto. Enseguida vuelvo”. Epitafio en el cementerio de León, España.
“Mami, llegaremos muy tarde. Espéranos despierta”. Epitafio escrito por los hijos a su madre fallecida en el cementerio de Alcobendas, Madrid.
“Mi esposo me olvidó al mes de fallecida”. Epitafio de franca queja al viudo en el cementerio de Osuna, Sevilla.
“Fallecido por la voluntad de Dios y mediante la ayuda de un médico imbécil”.
“Estos días se me están haciendo eternos”.
“No llores hombre... que no tardas en alcanzarme”.
“Game over”.
“Al fin polvo”. Epitafio en la tumba de una solterona.
“Ya sabía yo que esto acabaría así”.
“Aquí yaces y yaces bien, tú descansas y yo también”. Epitafio que puso un yerno en la tumba de su suegra.
“Aunque cambiado, resurgiré”.
“Necesité toda una vida para llegar hasta aquí”.
“A mi marido, fallecido después de un año de matrimonio. Su esposa con profundo agradecimiento”. Epitafio en una tumba del cementerio de Guadalajara.
“Aquí se acaba el gozo de los injustos”.
“El alma del creyente fallecido permanecerá encadenada hasta que sus deudas económicas sean saldadas”. Epitafio del profeta Muhammad según el Imán Ahmad.
“En realidad preferiría estar en Filadelfia”.
“Vivió mientras estuvo vivo”. Epitafio de una tumba del Cementerio de Ágreda, Soria.
“Aquí yace el más odiado, que fue enterrado en un cajón esférico para poder llevarlo a patadas al cementerio”.
“Perdone que no asista a su entierro”. Epitafio de José, un señor que tenía por costumbre no perderse los sepelios de sus conocidos, en el cementerio de Águilas, Murcia.
“Que conste que yo no quería”.
“Aquí yaces y haces bien, tú descansas, yo también”. Epitafio en el cementerio general de Valencia.
“Esta postura me está matando”.
“Al fin lo sacaron de la banca”. Epitafio en la tumba de un futbolista.
“Por fin me quedé en los huesos”. (El difunto pesaba 140 kilos e hizo infinitas curas de adelgazamiento).
“Aquí yace boca arriba uno que cayó de bruces muchas veces en la vida”.
“Sin comentarios”.
“Por fin dejé de fumar”.
“Dejadme en paz”.
“Por favor, no molestar”.
“No grite, estoy muerto no sordo”.
“Aquí yace mi marido, al fin rígido”.
“Aquí yaces y haces bien. Tú descansas y yo también”.
“A ver, ¿qué tenía Lázaro que yo no tenga?”.
“Dios, nunca creí en ti ¡pero te juro que me arrepiento!”.
“Lo siento, también usted morirá”
Fuentes: Y en polvo te convertirás, de Nieves Concostrina; Después del entierro, de Omar R. López Mato; El último deseo, de Jesús M. de Miguel; Epitafios. El derecho a la muerte escrita, de Luis Gusmán. Patricia Rodón.
miércoles, 16 de octubre de 2013
El hombre más rico de babilonia
Hace ya tiempo que leí éste libro, de los primeros que realmente llamarón mi atención y que pese a ser bastante sencillo me ayudó para sentar la bases de lo que vendría después, los que conocen algo de mi sabrán que yo no tuve oportunidad de estudiar más que la educación basica, por eso es que me sirvió bastante en aquel tiempo.
Pero éste no es un post sobre mi, sino sobre el libro.
Para: An. Que le apasionan estos temas tanto como a mi, y al parecer no lo había leído.
jueves, 10 de octubre de 2013
lunes, 7 de octubre de 2013
De científicos y anécdotas
En el siglo III a.C., el rey Hierón II gobernaba Siracusa. Siendo un rey ostentoso, pidió a un orfebre que le crease una hermosa corona de oro, para lo que le dio un lingote de oro puro. Una vez el orfebre hubo terminado, le entregó al rey su deseada corona. Entonces las dudas comenzaron a asaltarle. La corona pesaba lo mismo que un lingote de oro, pero ¿y si el orfebre había sustituido parte del oro de la corona por plata para engañarle?
Ante la duda, el rey Hierón hizo llamar a Arquímedes, que vivía en aquel entonces en Siracusa. Arquímedes era uno de los más famosos sabios y matemáticos de la época, así que Herón creyó que sería la persona adecuada para abordar su problema.
I. ArquímedesArquímedes desde el primer momento supo que tenía que calcular la densidad de la corona para averiguar así si se trataba de oro puro, o además contenía algo de plata. La corona pesaba lo mismo que un lingote de oro, así sólo le quedaba conocer el volumen, lo más complicado. El rey Hierón II estaba contento con la corona, y no quería fundirla si no había evidencia de que el orfebre le había engañado, por lo que Arquímedes no podía moldearlo de forma que facilitara el cálculo de su volumen.
Un día, mientras tomaba un baño en una tina, Arquímedes se percató de que el agua subía cuando él se sumergía. En seguida comenzó a asociar conceptos: él al sumergirse estaba desplazando una cantidad de agua que equivaldría a su volumen. Consecuentemente, si sumergía la corona del rey en agua, y medía la cantidad de agua desplazado, podría conocer su volumen.
Eureka!Sin ni siquiera pensar en vestirse, Arquímedes salió corriendo desnudo por las calles emocionado por su descubrimiento, y sin parar de gritar ¡Eureka! ¡Eureka!, lo que traducido al español significa “¡Lo he encontrado!”. Sabiendo el volumen y el peso, Arquímedes podría determinar la densidad del material que componía la corona. Si esta densidad era menor que la del oro, se habrían añadido materiales de peor calidad (menos densos que el oro), por lo que el orfebre habría intentado engañar al rey.
Así tomó una pieza de plata del mismo peso que la corona, y otra de oro del mismo peso que la corona. Llenó una vasija de agua hasta el tope, introdujo la pieza de plata y midió la cantidad de agua derramada. Después hizo lo mismo con la pieza de oro. De este modo, determinó qué volumen equivalía a la plata y qué volumen equivalía el oro.
Repitió la misma operación, pero esta vez con la corona hecha por el orfebre. El volumen de agua que desplazó la corona se situó entre medias del volumen de la plata y del oro. Ajustó los cálculos y determinó de forma exacta la cantidad de plata y oro que tenía la corona, demostrando así ante el rey Hierón II que el orfebre le había intentado engañar.
III. Arquímedes en la tinajaToda esta historia no aparece en ninguno de los libros que han llegado a nuestros días de Arquímedes, sino que aparece por primera vez en “De architectura”, un libro de Vitruvio escrito dos siglos después de la muerte de Arquímedes. Esto durante años ha hecho sospechar de la veracidad de los hechos, tomándose generalmente más como una leyenda popular que como un hecho histórico.
De hecho, si asumimos que la corona pesaba un kilo, con 700 gramos de oro y 300 gramos de plata, la diferencia de volumen desplazado por la pieza de oro y la corona habría sido únicamente 13 centímetros cúbicos. Este volumen es visible, pero no fácilmente medible dadas las circunstancias. Suponiendo que lo que se medía era la elevación del nivel del agua en la tinaja con una superficie de unos 300 centímetros cuadrados (suficientemente generosa), la diferencia del nivel del agua entre la pieza de oro puro y la corona sería de menos de medio milímetro, algo difícilmente medible con los instrumentos de la época.
En cualquier caso, aunque esta no fuera la historia real, Arquímedes dejó documentos escritos en los que describía a la perfección el principio que lleva su nombre.